viernes, 4 de abril de 2014

UN POCO PESADILLA


Primera versión: 20 de diciembre de 2007

Entra al restaurante, robando con su silueta el aliento de más de un curioso comensal. Se dirige a la mesa reservada, en la que se encuentra él, un hombre que no tiene rostro.

Ella se sienta, sonriendo, se acomoda su falda y saluda cortésmente. Empieza a hablar:

-          Siguen habiendo noches en las que sueño algo que me despierta. Es el sonido del teléfono, es su timbre. Empieza a timbrar y a timbrar y a timbrar, cada vez más fuerte, cada vez agitándose más y más. Y luego despierto; y nunca recuerdo aquello que estaba soñando. Se me olvida por completo. Sólo me acuerdo, al despertar, del repicar incesante del teléfono. Y a veces me levanto y prendo la luz y, entre mis cosas, busco mi teléfono; y nunca ha sonado. Nunca tiene llamadas perdidas. Sólo suena en mi sueño, retumba en mi cabeza, hasta despertarme.
-          ¿Cuándo fue la última vez que te despertaste por soñar eso? –pregunta él.
-          Anoche, justamente anoche fue la última vez. No recuerdo, por supuesto, qué estaba soñando. Como dije, eso siempre se me olvida. En mitad de lo que soñaba, el timbre del teléfono empezó a repicar, hasta hacerse insoportable, hasta resquebrajar por completo el sueño, trayéndome de vuelta a mi cama, a mi olvido, a mi oscuridad.
-          ¿Nunca recuerdas nada? –inquiere el hombre sin rostro.
-          Nunca. Es posible que siempre sea el mismo sueño; es posible que sea lo que sueño lo que haga que empiece a sonar el teléfono…

Ambos guardan silencio. Ella se mira las manos, las uñas, las yemas. Él fuma en silencio. Ella cree haber descubierto algo raro en su palma izquierda.

De repente empieza. Timbra una vez, recio, altanero, aún soportable. Timbra, sin mayor pausa, de nuevo, igual que antes, aunque menos soportable. Ella entra en pánico, empieza a mirar todo aquello que la rodea; al mirar hacia el frente nota que el hombre sin rostro no está más sentado con ella, no está; no está ni el humo del cigarrillo que fumaba.

Un vértigo profundo la posee. Se siente dura, pesada, macilenta, como condenada a moverse en cámara lenta. Siente que las paredes del restaurante caen lentamente hacia ella, perdiendo su color, como destiñéndose a medida que van cayendo. Y ella se convence de que no puede moverse; y el retumbar del teléfono, ya insoportable, la sacude al ritmo de su repicar.


Se despierta. Esta vez ha sido una pesadilla. Ha vuelto a soñar con el timbre de aquel teléfono que ya decidió regalar hace mucho. Ha vuelto a olvidarlo todo. Y quisiera llorar pero está cansada y prefiere intentar volver a dormirse. Y logra dormirse, pese a los ojos encharcados.

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