Enfermo, enfermo de una enfermedad extraña, se
encontraba nuestro señor. Andaba pálido y cabizbajo, como encogido de hombros,
la voz apagada y el mirar parco; enfermo, enfermo de una extraña enfermedad.
Nadie se atrevió nunca a decírselo; pero pocos evitamos
la tentación de poner a su alcance cuanto espejo había por entonces en nuestro
poblado. Todos lo notábamos, observábamos preocupados su rostro ensombrecido,
sus labios apretados, sus manos convertidas en guantes, su paso firme
reemplazado por pasos de recluso encadenado.
Un buen día reunió a sus ministros; les comunicó que
para él tampoco era un secreto su aspecto demacrado, ojeroso, lánguido, como de
vampiro anémico. Para nadie era ya un misterio que el señor de nuestro poblado
padecía una enfermedad desconocida, cuyo síntoma más pronunciado y más
preocupante era el adormecimiento repentino del paladar que, lentamente, se
trasmitía a la lengua, cual si a ésta, de repente, la fueran llenando de arena
y piedrecillas, haciéndola más pesada, despertando en ella –en la lengua del
enfermo– una sensación de profunda somnolencia bucal.
Los ministros, tras escucharlo, sin saber qué
responder, guardaron silencio.
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