viernes, 4 de abril de 2014

EXTRAÑA ENFERMEDAD

Enfermo, enfermo de una enfermedad extraña, se encontraba nuestro señor. Andaba pálido y cabizbajo, como encogido de hombros, la voz apagada y el mirar parco; enfermo, enfermo de una extraña enfermedad.

Nadie se atrevió nunca a decírselo; pero pocos evitamos la tentación de poner a su alcance cuanto espejo había por entonces en nuestro poblado. Todos lo notábamos, observábamos preocupados su rostro ensombrecido, sus labios apretados, sus manos convertidas en guantes, su paso firme reemplazado por pasos de recluso encadenado.

Un buen día reunió a sus ministros; les comunicó que para él tampoco era un secreto su aspecto demacrado, ojeroso, lánguido, como de vampiro anémico. Para nadie era ya un misterio que el señor de nuestro poblado padecía una enfermedad desconocida, cuyo síntoma más pronunciado y más preocupante era el adormecimiento repentino del paladar que, lentamente, se trasmitía a la lengua, cual si a ésta, de repente, la fueran llenando de arena y piedrecillas, haciéndola más pesada, despertando en ella –en la lengua del enfermo– una sensación de profunda somnolencia bucal.


Los ministros, tras escucharlo, sin saber qué responder, guardaron silencio. 

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