Medía
casi dos metros; y con su mirada me decía que tenía la firme intención de
romperme la cara, al menos, en tres o cuatro partes. Yo, por mi parte, sólo
supe sonreír, con la sonrisa más tonta que el pánico me permitió sugerir. No
dije nada; quieto como estatua, duro como bastón, a la espera del golpe que
aquel enorme imbécil habría de descargar en cualquier momento sobre mí. Él, en
cambio, abrió su boca y por ella dejó escapar un caudal de palabras horribles,
casi todas ellas dirigidas a mí, cuando no a mi familia y a la gente como yo.
Yo,
consciente de mi situación tanto como de mi miedo, traté de hacerme pequeñito,
sin moverme, agachando lentamente la cabeza, dejándome encorvar, acercando un
hombro al otro; pequeñito, como de una sola pieza. Pos u parte, aquel robusto
matón, tan alterado como agitada su respiración, no cesaba en su denuncia: yo
no merecía existir en este mundo.
Yo,
pequeñito como me sentía, lo escuchaba atentamente. Y su vozarrón penetraba en
mí como alfileres en la carne; y pese a ese punzar casi constante, me alentaba
escucharlo, tranquilizándome –de alguna manera- la idea de que mientras aquella
exaltada masa de músculos estuviera profiriendo sus insultos, no recibiría el
golpe que ya me había conformado a recibir.
No
sé, a decir verdad, durante cuánto tiempo aquel parlanchín gigante estuvo ante
mí, desahogando sus iras por la boca. Sé que llegué a creer que jamás callaría;
incluso, poco me faltó para convencerme de que lo que aquel verborreico y
amenazante hombre quería no era más sino que yo le respondiera algo; que le
llevara la contraria de ser posible; que interrumpiese –por favor- el regaño
que me estaba dando.
De
repente, guardó silencio. Y fue un silencio de agujas de hielo atravesándome
los tímpanos; y presentí el dolor con una claridad dolorosa; y temí que el
dueño de aquel caudal de improperios convirtiese todo lo dicho en golpes; que no fuera sólo uno el impacto que mi
cuerpo recibiría; y temí, temí incluso por mi vida, llegando casi casi a
arrepentirme de haberle dicho lo que le dije; lo que le dije, que logró
encender su furia; lo que le dije, casi en broma, pero en serio, que no era
otra cosa que una opinión muy personal mía, bastante atrevida, por cierto, pero
que, si se la había comunicado, había sido porque tenía suficientes razones
para decirle que su ex novia –ahora mía- lo había abandonado porque se había
aburrido de su imperturbable inutilidad.
Largos
segundos de silencio permanecí allí, a la espera de mi golpiza, quietecito y
conforme, respirando como quien está estrenando pulmones. Y el tiempo, siguió
pasando; y yo levanté la cabeza, ligeramente aburrido ya de tanto esperar; y
quise sorprenderme al ver lo que vi; pero al verlo, entendí que todo tenía
sentido, que yo no me había equivocado del todo al considerar a aquel forzudo
cobarde como un tipo incapaz de ser algo más que las palabras que arrojaba al
viento.
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