viernes, 4 de abril de 2014

HOMO PARABOLA

Medía casi dos metros; y con su mirada me decía que tenía la firme intención de romperme la cara, al menos, en tres o cuatro partes. Yo, por mi parte, sólo supe sonreír, con la sonrisa más tonta que el pánico me permitió sugerir. No dije nada; quieto como estatua, duro como bastón, a la espera del golpe que aquel enorme imbécil habría de descargar en cualquier momento sobre mí. Él, en cambio, abrió su boca y por ella dejó escapar un caudal de palabras horribles, casi todas ellas dirigidas a mí, cuando no a mi familia y a la gente como yo.

Yo, consciente de mi situación tanto como de mi miedo, traté de hacerme pequeñito, sin moverme, agachando lentamente la cabeza, dejándome encorvar, acercando un hombro al otro; pequeñito, como de una sola pieza. Pos u parte, aquel robusto matón, tan alterado como agitada su respiración, no cesaba en su denuncia: yo no merecía existir en este mundo.

Yo, pequeñito como me sentía, lo escuchaba atentamente. Y su vozarrón penetraba en mí como alfileres en la carne; y pese a ese punzar casi constante, me alentaba escucharlo, tranquilizándome –de alguna manera- la idea de que mientras aquella exaltada masa de músculos estuviera profiriendo sus insultos, no recibiría el golpe que ya me había conformado a recibir.

No sé, a decir verdad, durante cuánto tiempo aquel parlanchín gigante estuvo ante mí, desahogando sus iras por la boca. Sé que llegué a creer que jamás callaría; incluso, poco me faltó para convencerme de que lo que aquel verborreico y amenazante hombre quería no era más sino que yo le respondiera algo; que le llevara la contraria de ser posible; que interrumpiese –por favor- el regaño que me estaba dando.

De repente, guardó silencio. Y fue un silencio de agujas de hielo atravesándome los tímpanos; y presentí el dolor con una claridad dolorosa; y temí que el dueño de aquel caudal de improperios convirtiese todo lo dicho en golpes;  que no fuera sólo uno el impacto que mi cuerpo recibiría; y temí, temí incluso por mi vida, llegando casi casi a arrepentirme de haberle dicho lo que le dije; lo que le dije, que logró encender su furia; lo que le dije, casi en broma, pero en serio, que no era otra cosa que una opinión muy personal mía, bastante atrevida, por cierto, pero que, si se la había comunicado, había sido porque tenía suficientes razones para decirle que su ex novia –ahora mía- lo había abandonado porque se había aburrido de su imperturbable inutilidad.

Largos segundos de silencio permanecí allí, a la espera de mi golpiza, quietecito y conforme, respirando como quien está estrenando pulmones. Y el tiempo, siguió pasando; y yo levanté la cabeza, ligeramente aburrido ya de tanto esperar; y quise sorprenderme al ver lo que vi; pero al verlo, entendí que todo tenía sentido, que yo no me había equivocado del todo al considerar a aquel forzudo cobarde como un tipo incapaz de ser algo más que las palabras que arrojaba al viento.



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