Quizás
la venció la impaciencia. No lo sé. Lo que sé es que se puso de pie y allí,
ante todos, me dijo hasta de qué me iba a morir. Me insultó, insultó a mi
familia entera -tomándose su tiempo para insultar a mi querida madre-; me acuso
de mil crímenes y mil injusticias; me trató de mentiroso, infiel, retrasado
mental, mal polvo, maricón, hijueputa, cobarde y cabrón. También, durante los
largos minutos que estuvo allí, de pie, a mi lado, mirándome, alcanzó a decir
que ella era la gran víctima, que ella nunca había hecho nada mal, que sólo
había sido buena conmigo, y que había abierto su corazón para mí, como con
nadie lo había hecho antes; pero que yo, sólo yo, había mandado todo a la
mierda. Que había sido yo, sólo yo, quien había destruido el encanto.
Quizás
fue el estrés acumulado. No lo sé. Lo que sé es que, después de insultarme y
humillarme en público; después de decirme cuanto quiso durante, al menos,
quince minutos; después de todo eso, yo miré a la gente que permanecía en el
bus; y noté que más de uno no podía desprender su mirada de mí. Así que,
aprovechando la atención ganada; aprovechando, también, que fuera ella quien
estaba en el puesto de la ventana y yo en el puesto del pasillo; y aprovechando
la iracunda valentía que sentí en ese momento, me puse de pie, miré a la gente
que viajaba con nosotros, y les dije, estirando sutilmente mis manos:
-
Damas y
caballeros, buenas tardes: ella -la señalé con un gesto- y yo somos parte de un
grupo de teatro que sale a la calle a ofrecer su arte -guardé silencio para no
repetir discursos ya tan conocidos-: Cualquier ayuda, cualquier moneda que nos
quieran brindar por el espectáculo que acabamos de dar, será bien recibida, y
será utilizada para fomentar el arte y la cultura en esta ciudad.
Y dicho
esto, tras recoger algunas monedas de solidaria gente, caminé hasta la puerta
de atrás, timbré, esperé a que abriera; y luego salí, dejándola allí, dentro
del bus, sola, encerrada aún en aquel trancón. Y, desde entonces, no la volví a
ver más.
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