sábado, 12 de abril de 2014

Cuento Tipo Test (V)

DE LA SENTENCIA
           
            “Quien no haya pecado, arroje la primera piedra”,
            el autor es:      a) un cínico.
                                   b) un aguafiestas.
                                   c) el amante de la mujer que van a lapidar.

                                   d) un pusilánime poeta.

Cuento Tipo Test (IV)

EN LA SIGUIENTE FRASE:

            “El tipo solo tomó el arma”
            el sujeto es:     a) un asesino.
                                   b) un héroe.

                                   c) un cobarde.
                                   d) un potencial suicida.

Cuento Tipo Test (III)

EN LA FRASE

            “La gente está en todas partes”
            la palabra gente es un sustantivo:
            a) ideal.
            b) insuficiente.
            c) ajeno.
            d) desconocido.

Cuento Tipo Test (II)

LA DEFINICIÓN:

            “No hacer ni todo el bien ni todo el mal”, corresponde al concepto:
            a) Cobardía.
            b) Ansiedad.
            c) Desconfianza.

            d) Duda.

Cuento Tipo Test (I)

EN LA ORACIÓN:

            “Padre nuestro que estás en los cielos”
el núcleo del predicado es:    a) La fe.
                                                           b) La añoranza.
                                                           c) La decepción.

                                                           d) La soledad.

domingo, 6 de abril de 2014

LABORES HUMILDES


En el colegio llegué hasta tercero de primaria. Aprendí lo básico, lo que mi mamá consideró necesario, suficiente. Aprendí a sumar decenas, centenas y unidades, multiplicaciones, divisiones con calculadora; y a escribir mi nombre y a distinguir las consonantes de las vocales; y las tablas de multiplicar hasta la del cinco. Y un par de cosas más aprendí en aquel colegio, antro de mierda, del que mi mamá me sacó a los once años, para ponerme a trabajar con ella, ayudándola aquí y allá, llevando encargos, atendiendo clientes, amasando la masa de las arepas que ella, a veces, de noche, vendía en el barrio a la gente que regresaba a esa hora a la casa, a descansar.

Desde que mi mamá me sacó del colegio, para mí cada día fue un día nuevo. Perdí toda noción de rutina. Olvidé el significado de la palabra horarios. Cada mañana mi mamá me levantaba, me ponía a hacer algo, algo siempre diferente. No hubo mañana que comenzara igual. Todas fueron diferentes; y hubo mañanas en las que mi mamá me levantaba a gritos; y otras en las que fui yo quien la sacó de la cama. Y mañanas muy frías; y otras, muy alegres.

Pero a pesar de que cada día terminaba haciendo algo diferente, solía aburrirme. Además, tantas cosas hacía que no tuve tiempo de conseguir amigos en el barrio. Y los del colegio pronto se olvidaron de mí, pronto dejaron de recordarme. Así que mi vida, desde esa edad, fue una vida solitaria, con amistades fugaces y pocas enemistades verdaderas, cada mañana nueva, cada día igual trabajar.

Una fuente de ingresos mía, durante algunos años, provino de cuidar y lavar carros y motos. Aprovechando la escasez de parqueaderos y lavaderos en el barrio, a mi mamá un día se le ocurrió la idea de ponerme a buscar trabajo en ese campo. Yo tenía, por ese entonces, unos once o doce años. Era flaco y ágil, despeinado de costumbre y de mirada despierta. Y cuando mi mamá me dio esa idea, yo me puse a caminar por el barrio; y no tuve que caminar mucho para ubicar mi puesto en una calle en la que había dos restaurantes y un banco.

En esa cuadra estuve trabajando el primer tiempo, hasta que unos tipos, mayores que yo, me quitaron el negocio, me dijeron que, por allá, no fuera a buscar lo que no se me había perdido. Entonces, de ahí salí para otra cuadra, menos visitada; y a veces, aprovechando la falta de clientes, me iba a otras cuadras; o me ponía simplemente a caminar o me iba a buscar a mi mamá.

Largo tiempo estuve callejeando, conociéndome el barrio al derecho y al revés. Me aprendí los nombres de mucha gente y sus rutinas; muchos eran los que me saludaban, a veces por el nombre, a veces simplemente con un gesto. Y, de una u otra manera, me convertí en un personaje más del barrio: el chino que lava y cuida carros, al que le falta un diente y tiene todos los demás picados; el hijo de la señora de las arepas, el hijo de la señora que vive en una casita maltrecha en la parte de más arriba del barrio.

Uno de los trabajos más estables que tuve fue lavando carros y motos en la estación de policía y sus inmediaciones. Lavaba, polichaba y también, por más que hubiera presencia de la autoridad, me encargaba de cuidar los carros que a veces parqueaba la gente cerca de la estación. Y es cierto que nunca me hice amigo de ningún policía ni de ningún criminal; pero recuerdo con cierta añoranza aquellos tiempos; porque yo fui necesario; porque yo hacía allí lo que nadie más quería hacer. Y porque, al verme trabajando, la gente del barrio se dio cuenta de que mi mamá me había sabido enseñar a hacer el bien y no el mal.

Pero no debería añorar aquel tiempo. No fue un tiempo agradable, ni un trabajo del que me pueda enorgullecer ante los demás. La pasé mal. Fui tratado mal por mucha gente; humillado en público, engañado y hasta amenazado de muerte. Tuve miedo, tuve rabia y no tuve, en esos años, en quien confiar, más que en mi mamá; porque me di cuenta de que en aquella parte de la ciudad, en ese barrio en el que yo vivía desde el primer momento, pasaban cosas que yo preferiría ni contar ni recordar. Mucho menos añorar.

Una noche, por ejemplo, poco antes de cumplir veinte años, le ayudé a mi mamá a recoger el puesto de las arepas. La acompañé hasta la casa; en la casa le hice compañía un rato. Luego salí, poco antes de medianoche. Mi mamá creyó que yo me había ido a acostar; no supo que yo había salido a la calle, a esa hora; y no supo, sino hasta después, todo lo que esa noche me pasó. Una vez afuera, me puse a recorrer el barrio de noche, buscando algo que hacer. Me encontré por el camino con algunos conocidos; todos ya iban para la casa, todos iban cansados. Y yo me despedí de ellos, los dejé seguir; seguí caminando por esas calles, pensando en mis cosas, sin hacerle daño a nadie.

En una calle cualquier, estrecha y mal iluminada, una camioneta se detuvo a mi lado; de ella se bajaron dos hombres que me preguntaron qué estaba haciendo. Me pidieron los papeles; les dije que  me los habían robado. Me metieron en la camioneta, acusándome de mentiroso. Una vez dentro, me insultaron; me dijeron que si no cantaba, me iban a matar. Y yo, con ese miedo, no pude ni articular un grito. Me quedé callado como santo de iglesia. Y me dieron un par de golpes; y ni gemidos emití.

La camioneta se detuvo, a pocas cuadras de donde me subieron a mí. Subieron a dos tipos que yo había visto antes; dos muchachos del barrio, un poco mayores que yo; dos manes a los que yo conocía por haberles conseguido, en más de una ocasión, algo con que irse de este mundo de mierda, a pasear por las estrellas, a olvidarse de sus penas y sus males. Y esos dos, cuando me vieron adentro y sangrando, se asustaron más que yo. Y razones tenían, porque venían con los ojos enrojecidos y el rostro pálido, visiblemente trabados. Y eso indignó a los hombres que los subieron a la camioneta. Los golpearon más que a mí; casi podría decir que se olvidaron de mí, gracias a ellos. Y yo, sin perder el miedo, los miraba, los veía sangrar allí dentro. Y pensaba en ellos, en lo que sabía de ellos: que eran estudiantes o parecían serlo; que hablaban y hablaban mucho; que fumaban marihuana tanto como otros toman cerveza. Y que se les notaba a leguas que nunca se imaginaron que algo como lo que les estaba pasando les fuera a pasar.

Eran como las tres de la mañana cuando la camioneta se parqueó cerca a la entrada de la estación. Uno de los hombres se bajó; al rato, en la camioneta, nos entraron a la estación. Allá nos sacaron, nos tiraron al piso, después de habernos esposado. Los dos muchachos lloraban; a mí, el miedo, tampoco me permitía llorar; seguía callado, como sapo de madera.

Uno de los hombres, al suboficial de guardia, le pidió que le consiguiera café caliente y con azúcar. Tres tazas. El suboficial acató la orden, sirvió a los recién llegados; también se rió de sus chistes, también nos dedicó algunos insultos.

Cuando terminaron el café caliente y con azúcar, los tres hombres nos volvieron a montar en la camioneta, a empellones. Pero de repente, aquel suboficial al que yo conocía desde tiempo atrás; aquel hombre que me había visto trabajando años y años lavando y cuidando carros y motos; ese tipo, a quien yo nunca le di mayor importancia, les pidió a los tres hombres que a mí no me llevaran. Les pidió que no me llevaran porque, dijo, él me necesitaba. Uno de los hombres le preguntó, como respuesta, si estaba hablando en serio. Aquel suboficial de guardia insistió; les dijo que él se encargaba de mí.

Los hombres, aún no sé por qué, rieron. Rieron a carcajadas, ruidosamente, como si algo les hiciera cosquillas. Y aceptaron: me dejaron allí, en la estación; y se llevaron a los dos muchachos, que seguían llorando, sin entender nada.

Cuando la camioneta se hubo alejado, sin quitarme las esposas, aquel suboficial me llevó a una de las celdas de atrás de la estación. Me encerró allí; se encerró conmigo. Me preguntó si yo conocía a los dos muchachos que se habían llevado. Yo dije la verdad: que los había visto caminando por el barrio, porque en el barrio vivían, del barrio eran, al igual que yo. El suboficial insistió: me preguntó si eran amigos míos. Le dije que no; que si lo hubieran sido, yo no habría permitido que me separaran de ellos. En otras palabras, concluí ante él, que poco o nada me importaba la suerte de aquellos dos infelices.

Guardó silencio durante unos segundos. Luego desenfundó su arma. La sacó para mostrármela. Me dijo que yo no había visto nada esa noche. Yo le di la razón. Me dijo que, si preguntaban, dijera que me habían encerrado por borracho. Yo asentí. Y, para terminar, guardó su arma y con la mano limpia me dio un puñetazo en la mitad de la mitad de la cara.

Me dejó esposado hasta la madrugada. Me dijo, al sacarme, que eso me pasaba por salir a la calle a dar papaya. Así dijo. Y luego, como riéndose, agregó que había corrido con suerte, porque él necesitaba un favor: el comandante estaba de cumpleaños; y la patrulla en la que él se desplazaba estaba terriblemente sucia por dentro y por fuera. En otras palabras, que saliera de la celda y le lavara el carro al jefe del suboficial que, sólo hasta ese momento, me quitó las esposas.

Quizás lo más difícil, desde entonces, para mí, ha sido mantener la calma. Años, muchos años han pasado desde aquella noche. Ya el barrio no es el mismo, ni es el barrio al que voy a descansar cuando cae la noche. Pero, pese a todo el tiempo, las cosas no han cambiado mayormente. Cada día sigue siendo nuevo, cada día hay una razón de peso para salir a trabajar. Sigo viviendo ajeno a toda rutina, sigo viviendo con mi mamá, que ya está vieja. Y si parezco añorar aquellos tiempos, tal vez, es porque ya sé que de ellos salí vivo, a diferencia de estos tiempos de los que, al parecer, sólo saldré una vez esté muerto. Salí vivo de aquella noche y de aquel barrio, a diferencia, por ejemplo, de esos dos muchachos, cuyos cuerpos fueron encontrados, algunos días después, abandonados en un barrio aledaño, presentados como cabecillas de una banda dedicada al microtráfico.

viernes, 4 de abril de 2014

UN POCO PESADILLA


Primera versión: 20 de diciembre de 2007

Entra al restaurante, robando con su silueta el aliento de más de un curioso comensal. Se dirige a la mesa reservada, en la que se encuentra él, un hombre que no tiene rostro.

Ella se sienta, sonriendo, se acomoda su falda y saluda cortésmente. Empieza a hablar:

-          Siguen habiendo noches en las que sueño algo que me despierta. Es el sonido del teléfono, es su timbre. Empieza a timbrar y a timbrar y a timbrar, cada vez más fuerte, cada vez agitándose más y más. Y luego despierto; y nunca recuerdo aquello que estaba soñando. Se me olvida por completo. Sólo me acuerdo, al despertar, del repicar incesante del teléfono. Y a veces me levanto y prendo la luz y, entre mis cosas, busco mi teléfono; y nunca ha sonado. Nunca tiene llamadas perdidas. Sólo suena en mi sueño, retumba en mi cabeza, hasta despertarme.
-          ¿Cuándo fue la última vez que te despertaste por soñar eso? –pregunta él.
-          Anoche, justamente anoche fue la última vez. No recuerdo, por supuesto, qué estaba soñando. Como dije, eso siempre se me olvida. En mitad de lo que soñaba, el timbre del teléfono empezó a repicar, hasta hacerse insoportable, hasta resquebrajar por completo el sueño, trayéndome de vuelta a mi cama, a mi olvido, a mi oscuridad.
-          ¿Nunca recuerdas nada? –inquiere el hombre sin rostro.
-          Nunca. Es posible que siempre sea el mismo sueño; es posible que sea lo que sueño lo que haga que empiece a sonar el teléfono…

Ambos guardan silencio. Ella se mira las manos, las uñas, las yemas. Él fuma en silencio. Ella cree haber descubierto algo raro en su palma izquierda.

De repente empieza. Timbra una vez, recio, altanero, aún soportable. Timbra, sin mayor pausa, de nuevo, igual que antes, aunque menos soportable. Ella entra en pánico, empieza a mirar todo aquello que la rodea; al mirar hacia el frente nota que el hombre sin rostro no está más sentado con ella, no está; no está ni el humo del cigarrillo que fumaba.

Un vértigo profundo la posee. Se siente dura, pesada, macilenta, como condenada a moverse en cámara lenta. Siente que las paredes del restaurante caen lentamente hacia ella, perdiendo su color, como destiñéndose a medida que van cayendo. Y ella se convence de que no puede moverse; y el retumbar del teléfono, ya insoportable, la sacude al ritmo de su repicar.


Se despierta. Esta vez ha sido una pesadilla. Ha vuelto a soñar con el timbre de aquel teléfono que ya decidió regalar hace mucho. Ha vuelto a olvidarlo todo. Y quisiera llorar pero está cansada y prefiere intentar volver a dormirse. Y logra dormirse, pese a los ojos encharcados.