Mientras esperaba a que el tren
llegara a la estación, me senté en un banco desocupado, abrí el periódico y leí
lo primero que encontré: Un artículo sobre una película que no me había visto,
pero que, después de leer el comentario del articulista, me interesó aún menos
ir a ver: Una película sobre lo que las mujeres quieren, dirigida y
protagonizada por el viejo Mel, viejo zorro hollywoodense que perdió la razón
tratando de intentar interpretar al Mesías.
El tren llegó. Observé a todas y
cada una de las mujeres que descendieron de los catorce vagones de aquel tren.
Ninguna de ellas era ella, la mujer que me había dicho que llegaba en el tren
de las 19:50. Me había mentido, me había engañado una vez más.
Dejé que la gente se alejara, me
volví a sentar en el mismo banco de antes y pretendí leerme otro artículo,
dejándome pasar desapercibido.
La tristeza, lentamente, se fue
colando en mi ser, como una serpiente entrando a casa por la rendija de una
ventana. Me fui sintiendo pesado, muy pesado; denso, como si cada mano me
pesase media tonelada, como si mi mirada, de repente, tuviera que cargar en su
lomo el peso de mi cabeza gacha. Y pesadamente me levanté, sin saber muy bien
cómo o por qué. Me levanté, simplemente, y, sin arrastrar demasiado los pies,
salí de la estación rumbo a cualquier lugar.
Caminé, como decía, sin rumbo fijo.
Sin rumbo fijo caminé un buen rato, espalda encorvada, cabeza a media asta,
mirada al frente, boca entreabierta y ambas manos sumergidas en los bolsillos.
Me sentía una cucaracha disfrazada de ser humano. Me sentía un asno con las
orejas largas y el rabo lleno de moscas. Me sentía el más cretino desde el
origen del cretinismo, el más ingenuo desde el nacimiento de la ingenuidad.
Tan poca cosa me sentí que,
sin oponer resistencia a mis pasos, entré a un bar cualquiera, pedí una
cerveza, clavé mi atención en el televisor que había allí y me dejé estar sin
pensar en nada. Lo intenté, lo intenté durante cinco o seis cervezas; intenté
no ser quien era, simplemente estar donde estaba. Hasta que el dinero se me
acabó y tuve que darme por vencido y salir a la calle, darme de narices contra
el frío y, sin más planes en la cabeza, regresar a mi solitaria madriguera para
enfrentar desde allí la noche maldita que sentía ya caer sobre mis espaldas.
Abrí la puerta del edificio, subí a
regañadientes las escaleras y entré a mi apartamento, como si entrase a mi
celda. Dejé mi mochila en cualquier lugar y, una vez en la cocina, puse a
calentar agua para un té y encendí un cigarrillo para que el humo me hiciera
algo de compañía.
Poco antes de terminar el té, mi
celular sonó. Era ella. Me dijo que había tomado el tren equivocado, que ya
había llegado a la ciudad, que estaba en la estación; que estaba sola y traía
consigo mucho equipaje. Yo le dije que no le creía. Y luego colgué.
Terminé el té, lavé la taza y me
eché en el sofá a ver televisión. Me quedé dormido allí. Y soñé que ella
llegaba en el tren de las 19:50, y que éramos felices.
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