sábado, 12 de abril de 2014

Cuento Tipo Test (V)

DE LA SENTENCIA
           
            “Quien no haya pecado, arroje la primera piedra”,
            el autor es:      a) un cínico.
                                   b) un aguafiestas.
                                   c) el amante de la mujer que van a lapidar.

                                   d) un pusilánime poeta.

Cuento Tipo Test (IV)

EN LA SIGUIENTE FRASE:

            “El tipo solo tomó el arma”
            el sujeto es:     a) un asesino.
                                   b) un héroe.

                                   c) un cobarde.
                                   d) un potencial suicida.

Cuento Tipo Test (III)

EN LA FRASE

            “La gente está en todas partes”
            la palabra gente es un sustantivo:
            a) ideal.
            b) insuficiente.
            c) ajeno.
            d) desconocido.

Cuento Tipo Test (II)

LA DEFINICIÓN:

            “No hacer ni todo el bien ni todo el mal”, corresponde al concepto:
            a) Cobardía.
            b) Ansiedad.
            c) Desconfianza.

            d) Duda.

Cuento Tipo Test (I)

EN LA ORACIÓN:

            “Padre nuestro que estás en los cielos”
el núcleo del predicado es:    a) La fe.
                                                           b) La añoranza.
                                                           c) La decepción.

                                                           d) La soledad.

domingo, 6 de abril de 2014

LABORES HUMILDES


En el colegio llegué hasta tercero de primaria. Aprendí lo básico, lo que mi mamá consideró necesario, suficiente. Aprendí a sumar decenas, centenas y unidades, multiplicaciones, divisiones con calculadora; y a escribir mi nombre y a distinguir las consonantes de las vocales; y las tablas de multiplicar hasta la del cinco. Y un par de cosas más aprendí en aquel colegio, antro de mierda, del que mi mamá me sacó a los once años, para ponerme a trabajar con ella, ayudándola aquí y allá, llevando encargos, atendiendo clientes, amasando la masa de las arepas que ella, a veces, de noche, vendía en el barrio a la gente que regresaba a esa hora a la casa, a descansar.

Desde que mi mamá me sacó del colegio, para mí cada día fue un día nuevo. Perdí toda noción de rutina. Olvidé el significado de la palabra horarios. Cada mañana mi mamá me levantaba, me ponía a hacer algo, algo siempre diferente. No hubo mañana que comenzara igual. Todas fueron diferentes; y hubo mañanas en las que mi mamá me levantaba a gritos; y otras en las que fui yo quien la sacó de la cama. Y mañanas muy frías; y otras, muy alegres.

Pero a pesar de que cada día terminaba haciendo algo diferente, solía aburrirme. Además, tantas cosas hacía que no tuve tiempo de conseguir amigos en el barrio. Y los del colegio pronto se olvidaron de mí, pronto dejaron de recordarme. Así que mi vida, desde esa edad, fue una vida solitaria, con amistades fugaces y pocas enemistades verdaderas, cada mañana nueva, cada día igual trabajar.

Una fuente de ingresos mía, durante algunos años, provino de cuidar y lavar carros y motos. Aprovechando la escasez de parqueaderos y lavaderos en el barrio, a mi mamá un día se le ocurrió la idea de ponerme a buscar trabajo en ese campo. Yo tenía, por ese entonces, unos once o doce años. Era flaco y ágil, despeinado de costumbre y de mirada despierta. Y cuando mi mamá me dio esa idea, yo me puse a caminar por el barrio; y no tuve que caminar mucho para ubicar mi puesto en una calle en la que había dos restaurantes y un banco.

En esa cuadra estuve trabajando el primer tiempo, hasta que unos tipos, mayores que yo, me quitaron el negocio, me dijeron que, por allá, no fuera a buscar lo que no se me había perdido. Entonces, de ahí salí para otra cuadra, menos visitada; y a veces, aprovechando la falta de clientes, me iba a otras cuadras; o me ponía simplemente a caminar o me iba a buscar a mi mamá.

Largo tiempo estuve callejeando, conociéndome el barrio al derecho y al revés. Me aprendí los nombres de mucha gente y sus rutinas; muchos eran los que me saludaban, a veces por el nombre, a veces simplemente con un gesto. Y, de una u otra manera, me convertí en un personaje más del barrio: el chino que lava y cuida carros, al que le falta un diente y tiene todos los demás picados; el hijo de la señora de las arepas, el hijo de la señora que vive en una casita maltrecha en la parte de más arriba del barrio.

Uno de los trabajos más estables que tuve fue lavando carros y motos en la estación de policía y sus inmediaciones. Lavaba, polichaba y también, por más que hubiera presencia de la autoridad, me encargaba de cuidar los carros que a veces parqueaba la gente cerca de la estación. Y es cierto que nunca me hice amigo de ningún policía ni de ningún criminal; pero recuerdo con cierta añoranza aquellos tiempos; porque yo fui necesario; porque yo hacía allí lo que nadie más quería hacer. Y porque, al verme trabajando, la gente del barrio se dio cuenta de que mi mamá me había sabido enseñar a hacer el bien y no el mal.

Pero no debería añorar aquel tiempo. No fue un tiempo agradable, ni un trabajo del que me pueda enorgullecer ante los demás. La pasé mal. Fui tratado mal por mucha gente; humillado en público, engañado y hasta amenazado de muerte. Tuve miedo, tuve rabia y no tuve, en esos años, en quien confiar, más que en mi mamá; porque me di cuenta de que en aquella parte de la ciudad, en ese barrio en el que yo vivía desde el primer momento, pasaban cosas que yo preferiría ni contar ni recordar. Mucho menos añorar.

Una noche, por ejemplo, poco antes de cumplir veinte años, le ayudé a mi mamá a recoger el puesto de las arepas. La acompañé hasta la casa; en la casa le hice compañía un rato. Luego salí, poco antes de medianoche. Mi mamá creyó que yo me había ido a acostar; no supo que yo había salido a la calle, a esa hora; y no supo, sino hasta después, todo lo que esa noche me pasó. Una vez afuera, me puse a recorrer el barrio de noche, buscando algo que hacer. Me encontré por el camino con algunos conocidos; todos ya iban para la casa, todos iban cansados. Y yo me despedí de ellos, los dejé seguir; seguí caminando por esas calles, pensando en mis cosas, sin hacerle daño a nadie.

En una calle cualquier, estrecha y mal iluminada, una camioneta se detuvo a mi lado; de ella se bajaron dos hombres que me preguntaron qué estaba haciendo. Me pidieron los papeles; les dije que  me los habían robado. Me metieron en la camioneta, acusándome de mentiroso. Una vez dentro, me insultaron; me dijeron que si no cantaba, me iban a matar. Y yo, con ese miedo, no pude ni articular un grito. Me quedé callado como santo de iglesia. Y me dieron un par de golpes; y ni gemidos emití.

La camioneta se detuvo, a pocas cuadras de donde me subieron a mí. Subieron a dos tipos que yo había visto antes; dos muchachos del barrio, un poco mayores que yo; dos manes a los que yo conocía por haberles conseguido, en más de una ocasión, algo con que irse de este mundo de mierda, a pasear por las estrellas, a olvidarse de sus penas y sus males. Y esos dos, cuando me vieron adentro y sangrando, se asustaron más que yo. Y razones tenían, porque venían con los ojos enrojecidos y el rostro pálido, visiblemente trabados. Y eso indignó a los hombres que los subieron a la camioneta. Los golpearon más que a mí; casi podría decir que se olvidaron de mí, gracias a ellos. Y yo, sin perder el miedo, los miraba, los veía sangrar allí dentro. Y pensaba en ellos, en lo que sabía de ellos: que eran estudiantes o parecían serlo; que hablaban y hablaban mucho; que fumaban marihuana tanto como otros toman cerveza. Y que se les notaba a leguas que nunca se imaginaron que algo como lo que les estaba pasando les fuera a pasar.

Eran como las tres de la mañana cuando la camioneta se parqueó cerca a la entrada de la estación. Uno de los hombres se bajó; al rato, en la camioneta, nos entraron a la estación. Allá nos sacaron, nos tiraron al piso, después de habernos esposado. Los dos muchachos lloraban; a mí, el miedo, tampoco me permitía llorar; seguía callado, como sapo de madera.

Uno de los hombres, al suboficial de guardia, le pidió que le consiguiera café caliente y con azúcar. Tres tazas. El suboficial acató la orden, sirvió a los recién llegados; también se rió de sus chistes, también nos dedicó algunos insultos.

Cuando terminaron el café caliente y con azúcar, los tres hombres nos volvieron a montar en la camioneta, a empellones. Pero de repente, aquel suboficial al que yo conocía desde tiempo atrás; aquel hombre que me había visto trabajando años y años lavando y cuidando carros y motos; ese tipo, a quien yo nunca le di mayor importancia, les pidió a los tres hombres que a mí no me llevaran. Les pidió que no me llevaran porque, dijo, él me necesitaba. Uno de los hombres le preguntó, como respuesta, si estaba hablando en serio. Aquel suboficial de guardia insistió; les dijo que él se encargaba de mí.

Los hombres, aún no sé por qué, rieron. Rieron a carcajadas, ruidosamente, como si algo les hiciera cosquillas. Y aceptaron: me dejaron allí, en la estación; y se llevaron a los dos muchachos, que seguían llorando, sin entender nada.

Cuando la camioneta se hubo alejado, sin quitarme las esposas, aquel suboficial me llevó a una de las celdas de atrás de la estación. Me encerró allí; se encerró conmigo. Me preguntó si yo conocía a los dos muchachos que se habían llevado. Yo dije la verdad: que los había visto caminando por el barrio, porque en el barrio vivían, del barrio eran, al igual que yo. El suboficial insistió: me preguntó si eran amigos míos. Le dije que no; que si lo hubieran sido, yo no habría permitido que me separaran de ellos. En otras palabras, concluí ante él, que poco o nada me importaba la suerte de aquellos dos infelices.

Guardó silencio durante unos segundos. Luego desenfundó su arma. La sacó para mostrármela. Me dijo que yo no había visto nada esa noche. Yo le di la razón. Me dijo que, si preguntaban, dijera que me habían encerrado por borracho. Yo asentí. Y, para terminar, guardó su arma y con la mano limpia me dio un puñetazo en la mitad de la mitad de la cara.

Me dejó esposado hasta la madrugada. Me dijo, al sacarme, que eso me pasaba por salir a la calle a dar papaya. Así dijo. Y luego, como riéndose, agregó que había corrido con suerte, porque él necesitaba un favor: el comandante estaba de cumpleaños; y la patrulla en la que él se desplazaba estaba terriblemente sucia por dentro y por fuera. En otras palabras, que saliera de la celda y le lavara el carro al jefe del suboficial que, sólo hasta ese momento, me quitó las esposas.

Quizás lo más difícil, desde entonces, para mí, ha sido mantener la calma. Años, muchos años han pasado desde aquella noche. Ya el barrio no es el mismo, ni es el barrio al que voy a descansar cuando cae la noche. Pero, pese a todo el tiempo, las cosas no han cambiado mayormente. Cada día sigue siendo nuevo, cada día hay una razón de peso para salir a trabajar. Sigo viviendo ajeno a toda rutina, sigo viviendo con mi mamá, que ya está vieja. Y si parezco añorar aquellos tiempos, tal vez, es porque ya sé que de ellos salí vivo, a diferencia de estos tiempos de los que, al parecer, sólo saldré una vez esté muerto. Salí vivo de aquella noche y de aquel barrio, a diferencia, por ejemplo, de esos dos muchachos, cuyos cuerpos fueron encontrados, algunos días después, abandonados en un barrio aledaño, presentados como cabecillas de una banda dedicada al microtráfico.

viernes, 4 de abril de 2014

UN POCO PESADILLA


Primera versión: 20 de diciembre de 2007

Entra al restaurante, robando con su silueta el aliento de más de un curioso comensal. Se dirige a la mesa reservada, en la que se encuentra él, un hombre que no tiene rostro.

Ella se sienta, sonriendo, se acomoda su falda y saluda cortésmente. Empieza a hablar:

-          Siguen habiendo noches en las que sueño algo que me despierta. Es el sonido del teléfono, es su timbre. Empieza a timbrar y a timbrar y a timbrar, cada vez más fuerte, cada vez agitándose más y más. Y luego despierto; y nunca recuerdo aquello que estaba soñando. Se me olvida por completo. Sólo me acuerdo, al despertar, del repicar incesante del teléfono. Y a veces me levanto y prendo la luz y, entre mis cosas, busco mi teléfono; y nunca ha sonado. Nunca tiene llamadas perdidas. Sólo suena en mi sueño, retumba en mi cabeza, hasta despertarme.
-          ¿Cuándo fue la última vez que te despertaste por soñar eso? –pregunta él.
-          Anoche, justamente anoche fue la última vez. No recuerdo, por supuesto, qué estaba soñando. Como dije, eso siempre se me olvida. En mitad de lo que soñaba, el timbre del teléfono empezó a repicar, hasta hacerse insoportable, hasta resquebrajar por completo el sueño, trayéndome de vuelta a mi cama, a mi olvido, a mi oscuridad.
-          ¿Nunca recuerdas nada? –inquiere el hombre sin rostro.
-          Nunca. Es posible que siempre sea el mismo sueño; es posible que sea lo que sueño lo que haga que empiece a sonar el teléfono…

Ambos guardan silencio. Ella se mira las manos, las uñas, las yemas. Él fuma en silencio. Ella cree haber descubierto algo raro en su palma izquierda.

De repente empieza. Timbra una vez, recio, altanero, aún soportable. Timbra, sin mayor pausa, de nuevo, igual que antes, aunque menos soportable. Ella entra en pánico, empieza a mirar todo aquello que la rodea; al mirar hacia el frente nota que el hombre sin rostro no está más sentado con ella, no está; no está ni el humo del cigarrillo que fumaba.

Un vértigo profundo la posee. Se siente dura, pesada, macilenta, como condenada a moverse en cámara lenta. Siente que las paredes del restaurante caen lentamente hacia ella, perdiendo su color, como destiñéndose a medida que van cayendo. Y ella se convence de que no puede moverse; y el retumbar del teléfono, ya insoportable, la sacude al ritmo de su repicar.


Se despierta. Esta vez ha sido una pesadilla. Ha vuelto a soñar con el timbre de aquel teléfono que ya decidió regalar hace mucho. Ha vuelto a olvidarlo todo. Y quisiera llorar pero está cansada y prefiere intentar volver a dormirse. Y logra dormirse, pese a los ojos encharcados.

ALIVIA

Dicen que la mejor forma de descansar es yéndose de vacaciones. Tomando en serio esta afirmación, no habría entonces mayor descanso para un reo que salir de vacaciones a alguna concurrida calle capitalina, sin sentir -en ningún momento- el ojo avizor que lo persigue, que espía cada uno de sus movimiento y vigila cada una de sus más sutiles actitudes.


Y cuando el reo se canse de su monótona libertad -rodeado de gente que no sabe lo que significa vivir en una cárcel-, mansamente regresara a su celda, ya sea asesinando a algún cretino, asaltando algún usurero banco, golpeando a alguna frágil criatura con vocación de mártir o, simplemente, confesando algún delito -real o imaginario- que le permita recuperar la ilusión de alcanzar, algún día, si la vida alcanza, su ansiada y anhelada verdadera Libertad.

DICEN


Dicen que este planeta se ha convertido en un infierno; incluso, los más radicales aseveran que este planeta es El Infierno, así, con iniciales en mayúsculas.

Todo infierno está poblado predominantemente por demonios -y criaturas afines. Me refiero a que los demonios son los pobladores nativos del infierno; por lo tanto, las almas en pena -y afines- no constituyen más que lo que genéricamente se denomina población de paso (que los más conservadores llaman turistas).

Cuando los demonios cumplen con sus obligaciones contractuales, cobran el sueldo y respiran con satisfacción, planean sus vacaciones. Es por eso que no es extraño ver, cada tanto, a algún dócil demonio -algunos, inclusive, con cámara en mano- recorriendo pacíficamente las calles de El Paraíso, deteniéndose, cada vez que lo consideran necesario, a observar el hermoso panorama que, como es de esperarse, los rodea a cada paso.


DAMAS Y CABALLEROS

Quizás la venció la impaciencia. No lo sé. Lo que sé es que se puso de pie y allí, ante todos, me dijo hasta de qué me iba a morir. Me insultó, insultó a mi familia entera -tomándose su tiempo para insultar a mi querida madre-; me acuso de mil crímenes y mil injusticias; me trató de mentiroso, infiel, retrasado mental, mal polvo, maricón, hijueputa, cobarde y cabrón. También, durante los largos minutos que estuvo allí, de pie, a mi lado, mirándome, alcanzó a decir que ella era la gran víctima, que ella nunca había hecho nada mal, que sólo había sido buena conmigo, y que había abierto su corazón para mí, como con nadie lo había hecho antes; pero que yo, sólo yo, había mandado todo a la mierda. Que había sido yo, sólo yo, quien había destruido el encanto.

Quizás fue el estrés acumulado. No lo sé. Lo que sé es que, después de insultarme y humillarme en público; después de decirme cuanto quiso durante, al menos, quince minutos; después de todo eso, yo miré a la gente que permanecía en el bus; y noté que más de uno no podía desprender su mirada de mí. Así que, aprovechando la atención ganada; aprovechando, también, que fuera ella quien estaba en el puesto de la ventana y yo en el puesto del pasillo; y aprovechando la iracunda valentía que sentí en ese momento, me puse de pie, miré a la gente que viajaba con nosotros, y les dije, estirando sutilmente mis manos:

-         Damas y caballeros, buenas tardes: ella -la señalé con un gesto- y yo somos parte de un grupo de teatro que sale a la calle a ofrecer su arte -guardé silencio para no repetir discursos ya tan conocidos-: Cualquier ayuda, cualquier moneda que nos quieran brindar por el espectáculo que acabamos de dar, será bien recibida, y será utilizada para fomentar el arte y la cultura en esta ciudad.

Y dicho esto, tras recoger algunas monedas de solidaria gente, caminé hasta la puerta de atrás, timbré, esperé a que abriera; y luego salí, dejándola allí, dentro del bus, sola, encerrada aún en aquel trancón. Y, desde entonces, no la volví a ver más.


SÍNTOMA PARANOIDE

Aquella noche llegó casi corriendo a su apartamento. Entró, prendió la luz y, sin soltar lo que traía del trabajo, se puso a mirar con sumo detalle todo lo que lo rodeaba, en busca de cámaras. De unas horas a ese momento, la inesperada certeza de estar siendo observado y seguido por algo o por alguien, terminó de convencerlo. Por eso tanto apremio al regresar, tanto interés puesto en la revisión exhaustiva de su casa, al cabo de la cual no encontró ni cámara ni micrófonos.

La tranquilidad de saber su intimidad segura contrastó con el sinsabor de saberla también ignorada. 

De haber encontrado alguna cámara, habría podido demostrarse que algo de especial tenía su vida; algo llamativo, algo digno de ser transmitido masivamente. Pero no. Al parecer, todo seguía igual. Su miedo a estar siendo observado constantemente no era más que ganas de darse más importancia de la debida.


FUE ENTONCES

Fue entonces cuando aquella voz te dijo que te detuvieras, que te quedaras quieto, y tú le obedeciste sin poner en duda lo que aquella voz te había dicho, que eso era lo mejor, porque si sigues así tu final vendrá muy pronto, con esa actitud no estás yendo a ninguna parte, te estás matando, suicidioencámaracadavezmenoslenta, como a mordisquitos, te quedaste quieto como una piedra de repente, pétrea hasta la mirada, te pusiste gris, como brasa carbonizada apagada con un baldado de agua fría, como granito griego quedaste, se te llenaron las venas de cemento espeso, y así seguiste malviviendo, como la sombra de una estatua, como esperando a que las palomas te cagaran, le apunten desde el cielo a tu cabeza, que te rompan el cráneo, porque tú ya no tienes aquella fuerza que alguna vez tuviste de PEGARTE UN TIRO EN EL MOMENTO INDICADO.

ENTRADAS Y SALIDAS


Salir a la calle a buscar mejor suerte, dar algunos pasos hacia la puerta más cercana, hacer un gentil movimiento con una mano, agachar la cabeza pero sin parecer derrotado, escuchar atentamente lo que me está diciendo, suspirar sin que parezca que suspiro, darle la mano como si estuviéramos cerrando un trato, mirar la decoración del lugar, hacer alguna pregunta estúpida, guardar silencio como esperando a que diga algo, sonreír evitando parecer que me divierto, escuchar cómo me humilla con alguna frasecita de cajón, apretar mandíbulas, callar, callar y apretar mandíbulas y escuchar cómo me humilla con alguna frasecita de cajón y sonreír evitando parecer que me divierto y guardar silencio como esperando a que diga algo y hacer alguna pregunta estúpida y mirar la decoración del lugar y darle la mano como si estuviéramos cerrando un trato y suspirar sin que parezca que suspiro y escuchar atentamente lo que me está diciendo y agachar la cabeza pero sin parecer derrotado y hacer un gentil movimiento con una mano y dar algunos pasos hacia la puerta más cercana y salir a la calle a buscar mejor suerte.


GORDAGORDAGORDARREGORDA-GORDAMARRANAQUEMEDASASCO

  

Lo único que te sirve para combatir tu hambre, voraz apetito insaciable, es llamarte gorda hasta la saciedad, gordagordagordarregorda-gordamarranaquemedasasco, y tanto te lo dices que te lo crees, gordagordarregorda-vacasuizaembarazada, te crees la hija gorda que tuvo un barril con una vieja lavadora, eso te ayuda, el hambre lentamente se aleja, apesadumbrada la ves irse, la ves como se aleja, y sólo te resta darte palmaditas en la barriga, serégordaperotengovoluntad, te dices, y algo parecido al llanto se convierte en humo ardiente que ronda tu paladar y más que gorda te sientes fea y sacas una barra de chocolate y la devoras DE UN SOLO MORDISCO.

EXTRAÑA ENFERMEDAD

Enfermo, enfermo de una enfermedad extraña, se encontraba nuestro señor. Andaba pálido y cabizbajo, como encogido de hombros, la voz apagada y el mirar parco; enfermo, enfermo de una extraña enfermedad.

Nadie se atrevió nunca a decírselo; pero pocos evitamos la tentación de poner a su alcance cuanto espejo había por entonces en nuestro poblado. Todos lo notábamos, observábamos preocupados su rostro ensombrecido, sus labios apretados, sus manos convertidas en guantes, su paso firme reemplazado por pasos de recluso encadenado.

Un buen día reunió a sus ministros; les comunicó que para él tampoco era un secreto su aspecto demacrado, ojeroso, lánguido, como de vampiro anémico. Para nadie era ya un misterio que el señor de nuestro poblado padecía una enfermedad desconocida, cuyo síntoma más pronunciado y más preocupante era el adormecimiento repentino del paladar que, lentamente, se trasmitía a la lengua, cual si a ésta, de repente, la fueran llenando de arena y piedrecillas, haciéndola más pesada, despertando en ella –en la lengua del enfermo– una sensación de profunda somnolencia bucal.


Los ministros, tras escucharlo, sin saber qué responder, guardaron silencio. 

ANOCHE

Mientras esperaba a que el tren llegara a la estación, me senté en un banco desocupado, abrí el periódico y leí lo primero que encontré: Un artículo sobre una película que no me había visto, pero que, después de leer el comentario del articulista, me interesó aún menos ir a ver: Una película sobre lo que las mujeres quieren, dirigida y protagonizada por el viejo Mel, viejo zorro hollywoodense que perdió la razón tratando de intentar interpretar al Mesías.

El tren llegó. Observé a todas y cada una de las mujeres que descendieron de los catorce vagones de aquel tren. Ninguna de ellas era ella, la mujer que me había dicho que llegaba en el tren de las 19:50. Me había mentido, me había engañado una vez más.

Dejé que la gente se alejara, me volví a sentar en el mismo banco de antes y pretendí leerme otro artículo, dejándome pasar desapercibido.

La tristeza, lentamente, se fue colando en mi ser, como una serpiente entrando a casa por la rendija de una ventana. Me fui sintiendo pesado, muy pesado; denso, como si cada mano me pesase media tonelada, como si mi mirada, de repente, tuviera que cargar en su lomo el peso de mi cabeza gacha. Y pesadamente me levanté, sin saber muy bien cómo o por qué. Me levanté, simplemente, y, sin arrastrar demasiado los pies, salí de la estación rumbo a cualquier lugar.

Caminé, como decía, sin rumbo fijo. Sin rumbo fijo caminé un buen rato, espalda encorvada, cabeza a media asta, mirada al frente, boca entreabierta y ambas manos sumergidas en los bolsillos. Me sentía una cucaracha disfrazada de ser humano. Me sentía un asno con las orejas largas y el rabo lleno de moscas. Me sentía el más cretino desde el origen del cretinismo, el más ingenuo desde el nacimiento de la ingenuidad.

Tan poca cosa me sentí que, sin oponer resistencia a mis pasos, entré a un bar cualquiera, pedí una cerveza, clavé mi atención en el televisor que había allí y me dejé estar sin pensar en nada. Lo intenté, lo intenté durante cinco o seis cervezas; intenté no ser quien era, simplemente estar donde estaba. Hasta que el dinero se me acabó y tuve que darme por vencido y salir a la calle, darme de narices contra el frío y, sin más planes en la cabeza, regresar a mi solitaria madriguera para enfrentar desde allí la noche maldita que sentía ya caer sobre mis espaldas.

Abrí la puerta del edificio, subí a regañadientes las escaleras y entré a mi apartamento, como si entrase a mi celda. Dejé mi mochila en cualquier lugar y, una vez en la cocina, puse a calentar agua para un té y encendí un cigarrillo para que el humo me hiciera algo de compañía.

Poco antes de terminar el té, mi celular sonó. Era ella. Me dijo que había tomado el tren equivocado, que ya había llegado a la ciudad, que estaba en la estación; que estaba sola y traía consigo mucho equipaje. Yo le dije que no le creía. Y luego colgué.

Terminé el té, lavé la taza y me eché en el sofá a ver televisión. Me quedé dormido allí. Y soñé que ella llegaba en el tren de las 19:50, y que éramos felices.


HOMO PARABOLA

Medía casi dos metros; y con su mirada me decía que tenía la firme intención de romperme la cara, al menos, en tres o cuatro partes. Yo, por mi parte, sólo supe sonreír, con la sonrisa más tonta que el pánico me permitió sugerir. No dije nada; quieto como estatua, duro como bastón, a la espera del golpe que aquel enorme imbécil habría de descargar en cualquier momento sobre mí. Él, en cambio, abrió su boca y por ella dejó escapar un caudal de palabras horribles, casi todas ellas dirigidas a mí, cuando no a mi familia y a la gente como yo.

Yo, consciente de mi situación tanto como de mi miedo, traté de hacerme pequeñito, sin moverme, agachando lentamente la cabeza, dejándome encorvar, acercando un hombro al otro; pequeñito, como de una sola pieza. Pos u parte, aquel robusto matón, tan alterado como agitada su respiración, no cesaba en su denuncia: yo no merecía existir en este mundo.

Yo, pequeñito como me sentía, lo escuchaba atentamente. Y su vozarrón penetraba en mí como alfileres en la carne; y pese a ese punzar casi constante, me alentaba escucharlo, tranquilizándome –de alguna manera- la idea de que mientras aquella exaltada masa de músculos estuviera profiriendo sus insultos, no recibiría el golpe que ya me había conformado a recibir.

No sé, a decir verdad, durante cuánto tiempo aquel parlanchín gigante estuvo ante mí, desahogando sus iras por la boca. Sé que llegué a creer que jamás callaría; incluso, poco me faltó para convencerme de que lo que aquel verborreico y amenazante hombre quería no era más sino que yo le respondiera algo; que le llevara la contraria de ser posible; que interrumpiese –por favor- el regaño que me estaba dando.

De repente, guardó silencio. Y fue un silencio de agujas de hielo atravesándome los tímpanos; y presentí el dolor con una claridad dolorosa; y temí que el dueño de aquel caudal de improperios convirtiese todo lo dicho en golpes;  que no fuera sólo uno el impacto que mi cuerpo recibiría; y temí, temí incluso por mi vida, llegando casi casi a arrepentirme de haberle dicho lo que le dije; lo que le dije, que logró encender su furia; lo que le dije, casi en broma, pero en serio, que no era otra cosa que una opinión muy personal mía, bastante atrevida, por cierto, pero que, si se la había comunicado, había sido porque tenía suficientes razones para decirle que su ex novia –ahora mía- lo había abandonado porque se había aburrido de su imperturbable inutilidad.

Largos segundos de silencio permanecí allí, a la espera de mi golpiza, quietecito y conforme, respirando como quien está estrenando pulmones. Y el tiempo, siguió pasando; y yo levanté la cabeza, ligeramente aburrido ya de tanto esperar; y quise sorprenderme al ver lo que vi; pero al verlo, entendí que todo tenía sentido, que yo no me había equivocado del todo al considerar a aquel forzudo cobarde como un tipo incapaz de ser algo más que las palabras que arrojaba al viento.



PRESENTACIÓN

A lo largo de los últimos quince años, he escrito en hojas desordenadas una inmensa cantidad de textos ficcionales cortos. Hace poco, organizando mis archivos, me di cuenta que existía suficiente material como para crear un blog con todo eso; y, de esta manera, compartir algo de mis creaciones escritas con otras personas.
Este es mi ficcionario. Aquí iré reuniendo, poco a poco, muchos de esos textos que he producido en la última década larga. Espero, sinceramente, que esto sirva de ejemplo a otras personas que, como yo, les apasiona escribir, tienen un montón de textos amontonados en sus archivos y no saben qué hacer con ellos.
Espero, también, que dentro de los textos aquí reunidos haya al menos uno que te guste. Eso pagaría todo el esfuerzo.

Juan Biermann