En el colegio llegué hasta
tercero de primaria. Aprendí lo básico, lo que mi mamá consideró necesario,
suficiente. Aprendí a sumar decenas, centenas y unidades, multiplicaciones,
divisiones con calculadora; y a escribir mi nombre y a distinguir las
consonantes de las vocales; y las tablas de multiplicar hasta la del cinco. Y
un par de cosas más aprendí en aquel colegio, antro de mierda, del que mi mamá
me sacó a los once años, para ponerme a trabajar con ella, ayudándola aquí y
allá, llevando encargos, atendiendo clientes, amasando la masa de las arepas
que ella, a veces, de noche, vendía en el barrio a la gente que regresaba a esa
hora a la casa, a descansar.
Desde que mi mamá me sacó del
colegio, para mí cada día fue un día nuevo. Perdí toda noción de rutina. Olvidé
el significado de la palabra horarios. Cada mañana mi mamá me levantaba, me
ponía a hacer algo, algo siempre diferente. No hubo mañana que comenzara igual.
Todas fueron diferentes; y hubo mañanas en las que mi mamá me levantaba a
gritos; y otras en las que fui yo quien la sacó de la cama. Y mañanas muy
frías; y otras, muy alegres.
Pero a pesar de que cada día
terminaba haciendo algo diferente, solía aburrirme. Además, tantas cosas hacía
que no tuve tiempo de conseguir amigos en el barrio. Y los del colegio pronto
se olvidaron de mí, pronto dejaron de recordarme. Así que mi vida, desde esa
edad, fue una vida solitaria, con amistades fugaces y pocas enemistades
verdaderas, cada mañana nueva, cada día igual trabajar.
Una fuente de ingresos mía,
durante algunos años, provino de cuidar y lavar carros y motos. Aprovechando la
escasez de parqueaderos y lavaderos en el barrio, a mi mamá un día se le
ocurrió la idea de ponerme a buscar trabajo en ese campo. Yo tenía, por ese
entonces, unos once o doce años. Era flaco y ágil, despeinado de costumbre y de
mirada despierta. Y cuando mi mamá me dio esa idea, yo me puse a caminar por el
barrio; y no tuve que caminar mucho para ubicar mi puesto en una calle en la
que había dos restaurantes y un banco.
En esa cuadra estuve trabajando
el primer tiempo, hasta que unos tipos, mayores que yo, me quitaron el negocio,
me dijeron que, por allá, no fuera a buscar lo que no se me había perdido.
Entonces, de ahí salí para otra cuadra, menos visitada; y a veces, aprovechando
la falta de clientes, me iba a otras cuadras; o me ponía simplemente a caminar
o me iba a buscar a mi mamá.
Largo tiempo estuve callejeando,
conociéndome el barrio al derecho y al revés. Me aprendí los nombres de mucha
gente y sus rutinas; muchos eran los que me saludaban, a veces por el nombre, a
veces simplemente con un gesto. Y, de una u otra manera, me convertí en un
personaje más del barrio: el chino que lava y cuida carros, al que le falta un
diente y tiene todos los demás picados; el hijo de la señora de las arepas, el
hijo de la señora que vive en una casita maltrecha en la parte de más arriba
del barrio.
Uno de los trabajos más estables
que tuve fue lavando carros y motos en la estación de policía y sus
inmediaciones. Lavaba, polichaba y también, por más que hubiera presencia de la
autoridad, me encargaba de cuidar los carros que a veces parqueaba la gente
cerca de la estación. Y es cierto que nunca me hice amigo de ningún policía ni
de ningún criminal; pero recuerdo con cierta añoranza aquellos tiempos; porque
yo fui necesario; porque yo hacía allí lo que nadie más quería hacer. Y porque,
al verme trabajando, la gente del barrio se dio cuenta de que mi mamá me había
sabido enseñar a hacer el bien y no el mal.
Pero no debería añorar aquel
tiempo. No fue un tiempo agradable, ni un trabajo del que me pueda enorgullecer
ante los demás. La pasé mal. Fui tratado mal por mucha gente; humillado en
público, engañado y hasta amenazado de muerte. Tuve miedo, tuve rabia y no
tuve, en esos años, en quien confiar, más que en mi mamá; porque me di cuenta
de que en aquella parte de la ciudad, en ese barrio en el que yo vivía desde el
primer momento, pasaban cosas que yo preferiría ni contar ni recordar. Mucho
menos añorar.
Una noche, por ejemplo, poco
antes de cumplir veinte años, le ayudé a mi mamá a recoger el puesto de las
arepas. La acompañé hasta la casa; en la casa le hice compañía un rato. Luego
salí, poco antes de medianoche. Mi mamá creyó que yo me había ido a acostar; no
supo que yo había salido a la calle, a esa hora; y no supo, sino hasta después,
todo lo que esa noche me pasó. Una vez afuera, me puse a recorrer el barrio de
noche, buscando algo que hacer. Me encontré por el camino con algunos
conocidos; todos ya iban para la casa, todos iban cansados. Y yo me despedí de
ellos, los dejé seguir; seguí caminando por esas calles, pensando en mis cosas,
sin hacerle daño a nadie.
En una calle cualquier, estrecha
y mal iluminada, una camioneta se detuvo a mi lado; de ella se bajaron dos
hombres que me preguntaron qué estaba haciendo. Me pidieron los papeles; les
dije que me los habían robado. Me
metieron en la camioneta, acusándome de mentiroso. Una vez dentro, me
insultaron; me dijeron que si no cantaba, me iban a matar. Y yo, con ese miedo,
no pude ni articular un grito. Me quedé callado como santo de iglesia. Y me
dieron un par de golpes; y ni gemidos emití.
La camioneta se detuvo, a pocas
cuadras de donde me subieron a mí. Subieron a dos tipos que yo había visto
antes; dos muchachos del barrio, un poco mayores que yo; dos manes a los que yo
conocía por haberles conseguido, en más de una ocasión, algo con que irse de
este mundo de mierda, a pasear por las estrellas, a olvidarse de sus penas y
sus males. Y esos dos, cuando me vieron adentro y sangrando, se asustaron más
que yo. Y razones tenían, porque venían con los ojos enrojecidos y el rostro
pálido, visiblemente trabados. Y eso indignó a los hombres que los subieron a
la camioneta. Los golpearon más que a mí; casi podría decir que se olvidaron de
mí, gracias a ellos. Y yo, sin perder el miedo, los miraba, los veía sangrar
allí dentro. Y pensaba en ellos, en lo que sabía de ellos: que eran estudiantes
o parecían serlo; que hablaban y hablaban mucho; que fumaban marihuana tanto
como otros toman cerveza. Y que se les notaba a leguas que nunca se imaginaron
que algo como lo que les estaba pasando les fuera a pasar.
Eran como las tres de la mañana
cuando la camioneta se parqueó cerca a la entrada de la estación. Uno de los
hombres se bajó; al rato, en la camioneta, nos entraron a la estación. Allá nos
sacaron, nos tiraron al piso, después de habernos esposado. Los dos muchachos
lloraban; a mí, el miedo, tampoco me permitía llorar; seguía callado, como sapo
de madera.
Uno de los hombres, al suboficial
de guardia, le pidió que le consiguiera café caliente y con azúcar. Tres tazas.
El suboficial acató la orden, sirvió a los recién llegados; también se rió de
sus chistes, también nos dedicó algunos insultos.
Cuando terminaron el café
caliente y con azúcar, los tres hombres nos volvieron a montar en la camioneta,
a empellones. Pero de repente, aquel suboficial al que yo conocía desde tiempo
atrás; aquel hombre que me había visto trabajando años y años lavando y
cuidando carros y motos; ese tipo, a quien yo nunca le di mayor importancia,
les pidió a los tres hombres que a mí no me llevaran. Les pidió que no me
llevaran porque, dijo, él me necesitaba. Uno de los hombres le preguntó, como
respuesta, si estaba hablando en serio. Aquel suboficial de guardia insistió;
les dijo que él se encargaba de mí.
Los hombres, aún no sé por qué,
rieron. Rieron a carcajadas, ruidosamente, como si algo les hiciera cosquillas.
Y aceptaron: me dejaron allí, en la estación; y se llevaron a los dos
muchachos, que seguían llorando, sin entender nada.
Cuando la camioneta se hubo
alejado, sin quitarme las esposas, aquel suboficial me llevó a una de las
celdas de atrás de la estación. Me encerró allí; se encerró conmigo. Me
preguntó si yo conocía a los dos muchachos que se habían llevado. Yo dije la
verdad: que los había visto caminando por el barrio, porque en el barrio
vivían, del barrio eran, al igual que yo. El suboficial insistió: me preguntó
si eran amigos míos. Le dije que no; que si lo hubieran sido, yo no habría
permitido que me separaran de ellos. En otras palabras, concluí ante él, que
poco o nada me importaba la suerte de aquellos dos infelices.
Guardó silencio durante unos
segundos. Luego desenfundó su arma. La sacó para mostrármela. Me dijo que yo no
había visto nada esa noche. Yo le di la razón. Me dijo que, si preguntaban,
dijera que me habían encerrado por borracho. Yo asentí. Y, para terminar,
guardó su arma y con la mano limpia me dio un puñetazo en la mitad de la mitad
de la cara.
Me dejó esposado hasta la
madrugada. Me dijo, al sacarme, que eso me pasaba por salir a la calle a dar
papaya. Así dijo. Y luego, como riéndose, agregó que había corrido con suerte,
porque él necesitaba un favor: el comandante estaba de cumpleaños; y la
patrulla en la que él se desplazaba estaba terriblemente sucia por dentro y por
fuera. En otras palabras, que saliera de la celda y le lavara el carro al jefe
del suboficial que, sólo hasta ese momento, me quitó las esposas.
Quizás lo más difícil, desde
entonces, para mí, ha sido mantener la calma. Años, muchos años han pasado
desde aquella noche. Ya el barrio no es el mismo, ni es el barrio al que voy a
descansar cuando cae la noche. Pero, pese a todo el tiempo, las cosas no han
cambiado mayormente. Cada día sigue siendo nuevo, cada día hay una razón de
peso para salir a trabajar. Sigo viviendo ajeno a toda rutina, sigo viviendo
con mi mamá, que ya está vieja. Y si parezco añorar aquellos tiempos, tal vez,
es porque ya sé que de ellos salí vivo, a diferencia de estos tiempos de los
que, al parecer, sólo saldré una vez esté muerto. Salí vivo de aquella noche y
de aquel barrio, a diferencia, por ejemplo, de esos dos muchachos, cuyos
cuerpos fueron encontrados, algunos días después, abandonados en un barrio
aledaño, presentados como cabecillas de una banda dedicada al microtráfico.